Año I – Núm. 11
Aguilar de Campóo, 20 de agosto de 1914.
Autor: A. Pérez Llanos
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Don Matías Barrio y Mier, poeta.
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Leyenda de “La Virgen de Viarce”
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Vamos a ocuparnos en este segundo artículo referente al notable personaje que encabeza estas líneas, de sus composiciones poéticas «Romance y Salve» dedicadas a «Nuestra Señora de Viarce», imagen que hoy se venera con singular devoción en la iglesia parroquial de Redondo, en esta provincia.
Detallada en la forma en que describe los paisajes en que se desarrollan las acciones de «La Venganza del Conde» y «La despoblación de Carracedo», de que hablamos en el número correspondiente al día 20 de pasado julio; pero en la Historia de «La Virgen de Viarce» supera con ventaja notoria la galanura de dicción y la prolijidad de detalles a cuanto en citadas composiciones pone de relieve con singular destreza. Leyendo despacio el Romance, parece estar como presente en los parajes todos que cita con pasmosa erudición y conocimiento exactísimo de la escena. Es un fiel retrato de los lugares en que el milagroso hecho tiene efecto.
Reinando el rey Alfonso XI, cierto noble de Pernía hace prisionero a un hijo del Islam. No teniendo otra ocupación que asignarle, se le encomienda el cuidado de las reses que su dueño y señor posee. Llora el cautivo moro alejado de la hermosa tierra andaluza, su patria nativa o adoptiva, donde pasaba alegremente la vida dedicado al noble ejercicio de las armas. Acosado un día de caluroso estío por ardorosa sed, marcha en dirección a una fuente clara y cristalina que existe escondida en el fondo de una cueva cercana al lugar en que pasta el ganado que guarda. Al llegar a la fuente ¡oh prodigio! se le aparece la Virgen Madre, dulce y sonriente, y con voz sonora e inteligible le señala la fuente en que ha de apagar su sed abrasadora. Una vez saciada esta necesidad, le aconseja vuelva a casa de sus amos y le exhorta marche los antes posible a Roma, para que en la capital del orbe cristiano reciba las aguas del bautismo regresando tan pronto vea esto realizado a esta comarca, donde quiere se la tribute honra y culto, formando al efecto una comunidad religiosa dedicada ex profeso a este fin. Esto dicho la celestial visión desaparece, dejando al mahometano perplejo y sin acertar a moverse del punto en que la divina entrevista ha tenido lugar. Desde aquella remota época, la fuente se denomina «Fuente de la Virgen», tomando también las peñas donde aquella nace, el nombre de «Peñas del Moro».
Vacila la fe en Mahoma que el moro siente, y la luz de la verdad y de la vida, de la que hasta entonces con horror huyera, penetra y se enseñorea en su alma. Vuelve presuroso a casa de los amos y les da sucinta cuenta de todo lo acontecido. Éstos le conceden el permiso que solicita e inmediatamente sale para Roma.
Después de muchas fatigas y trabajos llega a la capital pontificia: el papa Juan XXII le concede la audiencia tan ardientemente deseada y, una vez conocida la misión que el moro trae a su presencia, nombra un prudente religioso que le sirva de catequista. Éste, conocido con el nombre de fray Álvaro, le instruye en las verdades eternas y lo bautiza por mandato del Santo Padre imponiéndole en la pila bautismal el nombre de Juan. Da el neófito al olvido su abolengo morisco, y desde aquel instante a su nombre de pila se le asigna el apellido «de la Peña».
Vuelto el moro a Pernía, corre presuroso a la cueva de la fuente y buscando ansioso, por inspiración divina, encontró una preciosa imagen de la Virgen María que seiscientos años antes había sido escondida por los cristianos temerosos de la irrupción berberisca. Esta milagrosa imagen es la misma que hoy se contempla y venera en la iglesia parroquial de Redondo. Con tan precioso hallazgo el moro se reanima y muy próximo a la cueva edifica un monasterio que denominó «el Corpus Christi», porque en día de esta solemnísima festividad se había realizado el milagroso hecho.
El convento fundado por Juan de la Peña formó parte de la orden franciscana y estaba dotado de muy valiosas reliquias. En él vivió y murió santamente su fundador. La Virgen de Viarce obró muy frecuentes y portentosos milagros y los religiosos que se sucedieron en el dominio y posesión del convento del «Corpus» vivieron felices durante un período de más de cien lustros, hasta que el año treinta y cinco del pasado siglo fueron, por medios violentos, suprimidas las órdenes religiosas. Los frailes abandonaron con sentimiento su santa morada, y años más tarde aquel preciado rincón se convertiría en pasmosa soledad y en desastrosa ruina.
En el año treinta y seis, y poco después de expulsados los frailes de aquella santa mansión, fue en el mes de enero trasladada, con inusitada pompa y religioso fervor, la venerada Inmaculada Virgen María, a la iglesia parroquial de Redondo de Arriba. Algún tiempo después se hizo el traslado del retablo de más estima y valor que en el Convento existía. La Capilla se dedicó a Camposanto, pero cuando la destrucción total del edificio fue un hecho, la inhumación de los cadáveres hubo que practicarse en lugar más seguro y adecuado.
Así termina el precioso romance de la «Virgen de Viarce», haciendo el autor fervientes votos porque el convento, cual nueva ave fenix, resurja de sus cenizas, y lo que es hoy desolada ruina se convierta pronto en nuevo y próspero edificio destinado a dar culto a la milagrosa imagen de la Inmaculada Virgen María.
Es la Salve que las mozas de Redondo cantan en el mes de las flores a «Nuestra Señora de Viarce» una fervorosa y ardiente plegaria tan bien escrita como admirablemente sentida: sus estrofas revelan en el autor un amor extraordinario y sin límites a la Reina de Ángeles y Santos.
Y aquí termina mi humildísimo trabajo que juzgo, no sin razón, muy pequeño para ensalzar las virtudes de nuestro inolvidable paisano. He creído, no obstante, un deber el dar a conocer a nuestros habituales lectores esta por muchos ignorada fase del sabio catedrático, profundo pensador y serio político, no dudando que por algunos ha de ser acogida con agrado, y por eso me lancé a tan atrevida empresa.
Pueblo, país, estado o nación que sabe honrar la memoria de sus ilustres hijos, se honra a sí propio. ¡Ojalá que estas líneas sirvan para que plumas más autorizadas que la mía canten las glorias de otros muchos paisanos que nos legaron al acaecer su defunción un hombre honrado y glorioso en la cátedra, en la ciencia, en la política, en las letras y en el episcopado!
Que de todo tenemos afortunadamente en nuestra querida y bendita tierruca.
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