Los camiones de FONTANEDA
Una idea de colores
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Infatigable trabajador, Eugenio Fontaneda paseaba, pensativo, un día de primavera, por los verdes trigales de la vega de Villallano, bellamente ornamentados con rojas amapolas. Las espigas, verdes, bien granadas, se mecían ondulantes al viento, como las olas del mar. Aquella quietud le proporcionaba al empresario gran serenidad de espíritu.
Pronto, tras la cosecha de aquellos campos, pacientemente dorados al sol del estío, obtendría los frutos deseados. Pocas cosas le reportaban a Eugenio tanta satisfacción como acariciar entre sus dedos los granos de trigo de sus fincas, como si fueran centelleantes pepitas de oro.
Aquellos granos que tanto subyugaban al empresario constituían la base fundamental de su industria galletera. Una vez molidos y obtenida la harina en la “Fábrica de San Antonio”, se elaboraba la masa con la que se fabricaba sus delicias. Redondas, doradas, olorosas, crujientes galletas María. ¡MARÍA, sublime nombre para una galleta!
Mientras Eugenio caminaba el cielo se cubrió repentinamente de nubes, grises, negras por momentos. Los rayos rasgaron la atmósfera y los truenos, aterradores, acallaron la suave música de la brisa en la tarde. Comenzó entonces a llover a cántaros, pero enseguida escampó y las nubes se disiparon. El cielo recobró la calma y el azul, adornándose con una bellísima diadema de siete colores: rojo, naranja, amarillo, verde, azul, añil y violeta. Pero no siendo suficiente adorno para la celestial dama, se engalanó con una segunda diadema de iguales colores en un caprichoso orden inverso.
Al contemplar la asombrosa belleza de aquel idílico paisaje Eugenio quedó fuertemente impresionado y en su mente comenzaron a bullir las ideas. Nuevas, geniales, fascinantes ideas para su empresa. Ideas centelleantes como pepitas de oro.
Manos primorosas, sabores, aromas y colores era lo que necesitaba para la promoción de sus productos.
Delicadas manos femeninas trabajaban con esmero y primor en su fábrica; sus galletas poseían los más diversos y ricos sabores; los aromas, de embriagadora fragancia, se expandían por la atmósfera de la villa. Pero había algo que aún no había logrado. ¿Qué era ese «algo» que buscaba con denuedo?…
Después de caminar un buen trecho entre los verdes trigales de la vega, se paró, miró al cielo y exclamó exaltado a los cuatro vientos: ¡Camiones!… ¡Camiones de colores!… Esa era la idea que buscaba y que por fin alumbró en su mente inquieta.
Decidió entonces crear una nueva flota de camiones con los colores de la luz. Vehículos de imponente presencia, orgullosos estandartes de nuestra leal villa y de sus productos-insignia: las galletas.
A medida que iba cobrando realidad rodada su luminosa idea, al grito de «¡Fontaneda tiene un nuevo camión!» los chavales de la villa nos congregábamos a la puerta del almacén de la fábrica, en la calle Modesto Lafuente, para ver salir de ruta por toda España aquellos camiones arcoíris.
Indudablemente Eugenio Fontaneda, además de gran empresario, tenía alma de poeta. Porque sólo un poeta tiene ideas centelleantes como pepitas de oro; sólo un poeta escribe sus versos con los colores de la luz.
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