Año II – Núm. 33
Aguilar de Campóo, 30 de marzo de 1915.
Autor: Álvaro Pérez Llanos
Sección amena
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Primavera
Hermosa estación la de las flores.
Naturaleza nos brinda, con todos sus espléndidos y deliciosos dones, el purísimo ambiente que en los campos se respira, saturado por los mil y mil perfumes que las hierbas aromáticas exhalan; el claro azul del cielo, siempre bello en estos meses de grata temperatura; el incesante gorgojeo del pajarillo que saluda en su inimitable, tierno y armonioso lenguaje al autor de todo lo creado; el movimiento y la acción de los seres que durante los meses de invierno estuvieron en constante inercia, aletargados por el intensísimo frío; nuestra misma sangre que parecía como coagulada dentro de nuestro complicado organismo; todo, en fin, parece que renace a nueva vida, cuando tras las nieves incesantes, hielos perennes, aguas solidificadas, llega el mes de mayo, con sus tardes bonancibles, sus plácidas alboradas, sus serenas noches. Los prados, los montes, valles y cuestas, todo se cubre de delicioso verde matiz; el arbolado de huertas y jardines viste sus más lujosas galas; puéblanse los campos de infinitas flores, que compiten en hermosura y fragancia con las cultivadas al calor de la estufa en los más cuidados invernaderos. Las aves todas buscan la ansiada pareja, y en la cadencia de sus ritmos fríos, al calor de los tiernos arrullos, en la enramada umbría, construyen el nido que más tarde cobijará el fruto de sus pasionales amores.
En una de estas tardes, hallándome de paso en X… no ha muchos años, sorprendí a un animado e interesante diálogo que narraré muy a la ligera, y del cual fueron protagonistas dos gallardísimas figuras, varón y hembra. He aquí el hecho.
Extenso, frondoso y bien aseado es el vivero de plantas que ostenta la ciudad de X… En sus alineados paseos, profundamente repletos de cómodos asientos, se goza de una satisfacción y un bienestar en extremo gratos. Las cuidadas cunetas de los lados, se hallan aprovechadas para la plantación de infinita variedad de fresas, abarcando en su conjunto toda la nomenclatura de este sabroso fruto. Más adentro, y para resguardar los jóvenes plantíos, hay espesísima empalizada formada por el boj y el espino de todo punto infranqueable, como no sea por la parte que da acceso al encargado del cuidado del tierno arbolado.
En la tarde esta de que voy a ocuparme, el paseo en tan delicioso pasaje, rebosa de gente elegante y de buen tono. Se deja sentir calor sofocante impropio de la estación en que nos encontramos. Cansado de dar vueltas en el intrincado laberinto de los frondosos paseos, entré, con anuencia de uno de los múltiples jardineros, en el vivero más amplio y hermoso de los varios existentes en el lugar en cuestión. Después de admirar la variedad de plantas en el mismo existentes, sentéme a descansar en uno de los ángulos que forma el espacio cuadrilátero.
Al poco rato noté el susurro de animada a la para que armónica conversación. ¿Pequé de indiscreto? Así lo creo. La pícara curiosidad pudo en mí más que la honrada discreción. El deseo de saber lo que no me importaba me llevó más allá de lo que imaginar pudiera; y por el espeso ramaje, cual criminal de acecho, seguí con la vista a la feliz pareja, hasta que cansada sin duda, cual yo lo estaba, del largo paseo, la casualidad hizo se sentase muy próximos al lugar por mi ocupado.
A través de la espesura que me ocultaba a su visita, observé que él era un gallardo joven como de 20 a 22 años; buena talla, excelente porte, fino, elegante, cortés. Rebosaba satisfacción y alegría su animado semblante. Ligero bozo cubría su labio superior; la cabeza cubierta de espesísimo pelo negro, ligeramente rizado; ojos negros vivísimos; nariz aguileña; cuidada boca, hermoso cuello, robusto y bien formado cuerpo. Todo en él denotaba el rasgo característico de persona bien educada y de distinguida posición social.
La joven era bellísima, en toda la acepción de esta palabra. De rostro moreno, abundante cabellera, más negra que el ébano, tersísima frente, espesas y sedosas cejas, bellísimos y rasgados ojos, nacarado cutis, sonrosadas mejillas, perfecta nariz, diminuta boca sembrada de preciosas perlas, labios finos coloreados del más puro carmín, alabastrina garganta, turgente redondeado seno, esbelto talle, brevísima mano, diminuto pie; todo en ella era de irreprochable perfección.
―¡Oh, Carlota amada! –decía el joven-. No sabes con cuánta ansiedad espero el término de mi carrera para insinuar a mis padres la resolución inquebrantable de variar de estado; de llamarte esposa.
―Yo también, Enrique mío, espero impaciente que tal fecha llegue; pero a la vez estoy intranquila por la contestación que tus padres pudieran darte. Media un abismo entre ambos. Tú, opulento, aristócrata, noble. Yo vivo en modestísima esfera. Conozco tus nobilísimas cualidades, tu desinterés, tu cariño sin límites hacia mí; pero tus padres, de ilustre cuna, ¿no se opondrán a nuestros ardientes deseos?, ¿no te recriminarán por tu desigual elección en asunto de tamaña importancia?
―Desecha, amor mío, tales quimeras. Conozco el bondadoso carácter de mis padres. Sé que no se opondrán a mis deseos, pero si esto ocurriera, yo destruiría los obstáculos que a mi dicha se opusieran. No más temores ni zozobras. Próximo ya el día en que darán término mis afanes, yo te prometo y juro por nuestro amor sin límites, que serás mía, con aquiescencia de mis buenos padres, que se considerarán dichosos con llamarte hija. Conocen todo, tus honrosos antecedentes; admiran tu virtud y prudencia, gozan con los detalles que de tus hermosas prendas personales reciben. Y como en ellos no impera el orgullo de raza, ni las rancias mundanales vanidades, seguro es que aprobarán con el alma mi acertada elección.
―Dios así lo haga, Enrique. De otro modo, y contrariado el cariño que por ti siento, mi vida se deslizaría en constante sufrimiento y mis días serían contados. Es tan puro y tan agradable el amor que por ti siento que me sería de todo punto imposible vivir alejada de tu lado y llevando en el alma la certidumbre de haberte perdido para siempre.
Decía esto la enamorada joven estrechando entre las suyas la diestra mano de su prometido y bebiendo en sus ojos la dicha que ambicionaba y de la que era por todos conceptos tan acreedora. La tarde corría velocísima… Ambos comprenden ha llegado la hora de su retorno a la población. El paseo va quedando desierto. El galante joven mira y remira las avenidas todas que conducen al punto en que se hallan. Se creen solos. Entonces, ebrio de felicidad y dicha, atrae hacia sí a la casta doncella y estampa en su purísima y marmórea frente el más apasionado y pudoroso de los besos… En uno de los copudos inmediatos árboles, el arrullo de tímida tórtola déjase oír con pausado enamorado acento…
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