Las aguas de la vida
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Mientras voy paseando pensativamente por un pintoresco paraje de la bella costa sureña de nuestra España, en un lugar de casas blancas bajo un cielo luminoso y azul, las olas vacilantes de pleamar, entre conchas vacías arrojadas a la arena dorada de la playa, me traen con su suave y espumoso reflujo un recuerdo, y con él un mensaje, como mensaje en una botella arrojada al mar por un alma solitaria. Es el recuerdo de un hombre anciano cuyo nombre no llegué a conocer, y que como una estrella fugaz se cruzó en la órbita de mi vida irradiando tenues destellos de luz crepuscular. Yo, en mi interior, le he dado un nombre para que permanezca en mi memoria y no quede arrinconado, como los trastos viejos en el desván de los recuerdos. No sería humano pensar en una persona como alguien sin nombre, sin identidad; por eso, ahora que misteriosamente ha venido a mi memoria, mis recuerdos y los sentimientos que me evocan, podrán depositarse apaciblemente sobre la memoria de este hombre al que desde hoy llamo Manuel.
Manuel era un viejecito macilento que solía vagar solitario y sin rumbo por las calles céntricas de la ciudad. Su edad rondaba los ochenta años y su aspecto era el de un pobre, pero no era un mendigo. Su vestimenta harapienta se coronada con una vieja visera invernal, y en su cansino caminar se ayudaba de una cachava. En la otra mano, sirviéndole de contrapeso que le ayudaba a guardar un inestable equilibrio, llevaba una bolsa de plástico con todos sus enseres.
Conocí a Manuel al encontrármelo, hace algún tiempo, a primera hora de la mañana, en el rutinario trayecto hacia mi lugar de trabajo. Cuando nuestros caminos se cruzaban, se encontraban también nuestras vidas y nuestras miradas. Al pasar junto a mí, detenía su trayecto y se quedaba inmóvil mientras me mirada desde una corta distancia. Era la suya una mirada que me hacía sentir incómodo, y esto me desconcertaba. «¿Querrá alguna cosa el anciano?» –pensaba yo–. Mi mirada, en cambio, era más bien fugaz, distraída; más que al hombre y a su triste figura, se dirigía a la bolsa de plástico que inseparablemente le acompañaba. Entonces me interpelaba: «¿Será posible que todos sus bienes quepan en tan ligero equipaje?…».
Estos encuentros se fueron sucediendo con cierta frecuencia, y en ellos se repetía casi siempre la misma ceremonia: cuando llegábamos el uno junto al otro, nuestras miradas se encontraban, Manuel se detenía y me observaba; yo también lo miraba, pero, desinteresado, pasaba de largo. A lo sumo me inspiraba algún sentimiento de conmiseración: «¡Pobre desgraciado! ¡Un marginado social! ¡Tal vez lo haya abandonado su familia!»… (Bajo la retahíla de expresiones como marginados, excluidos, abandonados,… qué cómodamente nos cobijamos sin asumir la responsabilidad que nos atañe –pensaba-).
Después de varios encuentros con Manuel decidí por fin acercarme a este solitario y viejo vagabundo de las estrellas, transitoriamente afincado en la ciudad en el transcurso de un largo peregrinaje hacia un mundo menos cruel. No sabía cómo dirigirme al pobre anciano, puesto que desconocía su nombre. Me pareció entonces que, dada su avanzada edad, una fórmula socorrida de aproximación sería la de dirigirme a él llamándolo «abuelo». De manera que así lo hice:
—¡Abuelo!: ¿cómo se encuentra?, ¿ha desayunado ya?
Manuel detuvo su marcha y se quedó observándome, inmóvil como una estatua. En esta ocasión aprecié en su rostro un ligero gesto de extrañeza. Sin embargo, no respondió a mi saludo, con el que intentaba un acercamiento más humano. El anciano seguía guardando un silencio que me dejaba perplejo. A continuación, como recurso más cómodo y burgués, me limité a entregarle unas pocas monedas al tiempo que le decía:
—Tome abuelo, para que desayune.
Después ambos continuábamos nuestros caminos, que por alguna extraña y misteriosa razón seguían la trayectoria de dos órbitas que periódicamente se cruzaban en algún punto de nuestro espacio vital. De esta manera tan humillante –entregándole unas pocas monedas– pretendía tal vez tranquilizar mi conciencia; una conciencia, insensible ante un desamor que, en forma de persona anciana y abandonada, se presentaba denunciadora ante mí vagando día tras día en un viaje solitario y sin rumbo.
Durante las Navidades siguientes, en la víspera del día de Reyes, cayó una gran nevada. La ciudad, con sus calles y plazas, parques y jardines y todos los parajes de los alrededores, quedaron cubiertos con un manto de nieve, tomando un aspecto entre encantado y fantasmagórico, como si del paisaje de un cuento de hadas se tratara. Fue en este día de frío glacial, cuando me encontré por última vez con este peregrino de las estrellas. La ciudad se preparaba para recibir, festiva y alegre, a los Reyes Magos.
Probablemente, en su silenciosa y anónima estancia en la ciudad, pasaba las noches en algún albergue, abandonándolo cada día como un cangrejo ermitaño en las primeras horas de la mañana, para regresar, rendido por el cansancio, a última hora de la tarde. Ese día, sin hacer excepción, se disponía a iniciar una nueva jornada en su hogar natural: las calles y parques de la ciudad. Al verlo tan desabrigado y aterido, cuando yo salía de mi casa, se apoderó de mí un sentimiento que me hizo estremecer. Tuve la escalofriante sensación de que el viejo Manuel no podría sobrevivir a un día tan gélido. Embargado por la tristeza, me acerqué a él para ofrecerle alguna prenda de ropa. Mientras intentaba sobreponerme al estado anímico que me había producido tan desolador encuentro, le dije con voz temblorosa:
—¡Abuelo!: ¿adónde va usted con este frío?, ¿necesita alguna cosa?, ¿quiere alguna prenda de abrigo?
En esta ocasión Manuel no se limitó a mirarme fija y pasivamente, como lo había hecho en anteriores encuentros, y me indicó, con un gesto expresivo –se frotó suavemente las manos–, que tenía frío.
—¿Quiere unos guantes? –le pregunté.
Manuel asintió con un leve movimiento afirmativo de cabeza.
—Por favor, venga conmigo –le dije.
Lo acompañé a mi casa. Una vez allí, tomé sus manos entre las mías. Eran unas manos delicadas, muy frías, casi sin circulación sanguínea. Se las froté suavemente para hacerlas entrar en calor antes de ponerle unos guantes de lana. Mientras le atendía, Manuel me observaba con un gesto de extrañeza y, como siempre, sin mediar palabra. Esa incomunicación que nos separaba me impregnaba de un sentimiento de aflicción en el que se entremezclaban la compasión y el cariño. Me pareció que, además de los guantes, necesitaría también alguna otra prenda de abrigo y algún alimento. Se los ofrecí, pero los rehusó, aceptándome tan sólo una humilde bufanda. Busqué una y le ayudé a colocársela. Manuel me observaba con sus ojos grises, quizás un poco llorosos y tristes. Era la suya una mirada lejana que, a través de su rostro enjuto, expresó tímidos rasgos de agradecimiento. Yo lo sentía necesitado de un cariño y protección de los que carecía. Me inspiraba un sentimiento de conmiseración. En ese momento deseé acogerlo en mi casa y atenderlo como si de mi propio padre se tratara, pero educado en la camisa de fuerza de un individualismo insolidario, frío, separador, me faltaron el amor y la generosidad suficientes, y eso me hizo sentir aún más pobre que Manuel.
El silencio de este anciano solitario me pareció un silencio elocuente; un silencio que hacía innecesarias las palabras; un silencio que estimulaba el lado más humano de mi persona, despertando en mí nobles sentimientos. Tantas veces me había dirigido a él sin obtener respuesta que, falto de sensibilidad, llegué a pensar que era sordo o mudo o, tal vez, ambas cosas. Pero, inesperadamente, Manuel deshizo mis dudas, y rompiendo su sepulcral silencio me espetó una pregunta tan natural como desconcertante:
—¿Cómo te llamas? –me dijo.
En aquel momento no me percaté de que era la primera vez que Manuel me hablaba y me limité a darle mi nombre casi de
forma mecánica. Su voz sonó afónica, como la de quien ha guardado silencio durante largo tiempo. Pero mi preocupación en aquel momento no era su voz, me inquietaba su desnudez y desamparo ante un mundo tan insensible y cruel que lo había arrojado a la calle en medio de un torbellino producido por la fuerza centrífuga del desamor. Todo mi afán entonces no fue otro que el de equiparlo de lo más necesario para que pudiera afrontar aquel día de crudo frío invernal, helador, cortante como un cuchillo. Le pregunté, de nuevo, si necesitaba alguna cosa más… Me pidió una bolsa de plástico –indudablemente, no era el anciano pretencioso en sus requerimientos. Busqué una bolsa resistente y se la mostré solícito diciéndole:
―¿Le parece bien ésta, abuelo?
Manuel asintió con un leve gesto. Le ayudé a trasladar a la bolsa los pocos objetos que integraban su precario patrimonio. Todas sus pertenencias consistían en un pequeño cazo de loza en el que se apreciaban aún restos de café con leche, lo que me indujo a pensar que acababa de desayunar; también contenía media barra de pan reciente que seguramente le habría entregado algún alma caritativa; unas pocas monedas y algunos otros objetos sin valor. Después de colocarlo todo en la bolsa me preguntó:
―¿No tendrás una cachava?
Enseguida recordé que en un rincón del desván aún conservaba la vieja cachava de mi abuelo que yo solía utilizar para caminar por el campo. Me satisfizo poder complacer su deseo y fui raudo a buscarla. Se la entregué gustoso diciéndole:
—Tenga, abuelo, la cachava… Es suya… Antes lo fue de mi abuelo.
Manuel la examinó cuidadosamente y lo noté satisfecho, tan prendado de este humilde presente como un niño con el anhelado juguete que le traerían los Reyes Magos aquella noche mágica. Lo acompañé a la calle. Una vez allí, probó su nueva cachava apoyándola varias veces en el suelo. Le debió parecer consistente y segura para caminar por la acera helada, y reanudó su camino despidiéndose en silencio con una leve expresión de agradecimiento en su rostro.
En su trayecto Manuel iba dejando una estela de efímeras huellas de pasos en la nieve. Su silueta de errante vagabundo se fue difuminando lentamente dejando tras de sí una estela de silencio, hasta desaparecer en lontananza entre humeantes casas vestidas de ocre y blanco.
Cuando mi vista ya no alcanzaba a verlo, recordé de pronto que el anciano había roto por fin su silencio. Me reproché entonces no haber captado la importancia de aquel instante en el que pude haberme interesado por su vida, por su soledad… Pero, falto de reflejos, no lo hice y dejé pasar la oportunidad.
Tal vez –pensé después– Manuel guardaba silencio porque no tenía con quién hablar. Sin embargo, a mis pequeñas atenciones correspondió con su voz, y con su voz me entregó un preciado tesoro: la palabra. Al preguntarme mi nombre se interesó por mí. Yo, en cambio, tan preocupado en darle solo cosas, ni siquiera le pregunté su nombre. Me consolé pensando que ya se lo preguntaría cuando lo viese de nuevo en días próximos. Pero ese mañana no llegó. Nunca volví a encontrarme con el hombre cuyo nombre no llegué a conocer y al que, al acordarme hoy de él, mientras paseo junto al mar, he llamado Manuel, para que no quede arrinconado en el desván de mis recuerdos.
La brisa del mar acaricia suavemente mi rostro pensativo. Me doy cuenta de que el viejo Manuel, con su presencia me había traído un mensaje, como mensaje en una botella arrojada a la playa por las olas de pleamar. Ese náufrago y misterioso mensaje, que parecía no llegar a encontrar nunca un destinatario, encerraba un pensamiento sencillo. Decía así: «El hombre es un hermano para el hombre; su vida es nuestra vida; su destino, nuestro destino».
Al reflexionar sobre él, pensé que este peregrino de las estrellas, envuelto entre harapos guardaba un tesoro oculto. Con su extremada pobreza enriqueció mi vida, enseñándome con humildad que no debo navegar por las turbulentas aguas de un mar enloquecido por los valores superfluos, materiales, efímeros… Con sus manos vacías, heladas, casi sin vida, me indicó un camino, una actitud: la de prestar mayor atención a los valores verdaderos, eternos… ¿Y con su silencio?… Con su silencio me dio su elocuencia, enseñándome el inmenso valor que la palabra tiene para el ser humano.
Manuel era un anciano solitario, como un caballero andante abandonado de todos al final de su vida; condenado a vivir en la periferia de una sociedad sin rostro humano. Sin una Dulcinea a quien amar; sin un Sancho con quien compartir su andadura; sin un Rocinante sobre el que cabalgar; sin más lanza en ristre que una centenaria cachava de cerezo; sin más yelmo que una vieja visera de mugriento paño; sin más alforja que una vulgar bolsa de plástico en la que cabía todo su patrimonio de la nada. Manuel parecía un pobre, pero no lo era. Era un exiliado del planeta Tierra, en continua peregrinación hacia un futuro esperanzador. Su triste figura era como una estrella luminosa en medio del firmamento. Él sabía que todo el oro del mundo terminaría convirtiéndose en basura engullida por los agujeros negros del cosmos, por el que transitaba en órbitas concéntricas, cada vez más alejadas de nuestro mundo cruel en un prolongado viaje hacia la eternidad.
Al atardecer regreso sobre mis propios pasos que aún conservan sus huellas en la arena húmeda de la playa. Y sobre mis propios recuerdos, contemplando cómo, desde lo alto, en un acto de amor, el sol cubre con sus luminosos y cálidos rayos toda la superficie de la mar en calma. Ésta, agradecida, le corresponde con su tierna sonrisa de graciosos y ondulantes reflejos plateados. Mientras los niños juegan con sus cometas elevándolas hacia lo alto, sin atreverse a perderlas en un vuelo libre, dos gaviotas surcan raudas el cielo para dirigirse al otro lado de la bahía donde esperan, impacientes, sus polluelos. El mar va retirando poco a poco sus olas con el lento e indeciso reflujo de la bajamar, que se prolonga durante horas. Al tiempo, mis recuerdos, como las olas, se van desvaneciendo lentamente, y con ellos se aleja Manuel navegando rumbo al horizonte en un pequeño barco velero. Se dirige, alegre, silencioso, hacia las aguas de la vida.